3. «Beneath You» T7, Ep. 02

Este artículo forma parte de una Lista de los mejores episodios de Spike

No es aventurado afirmar que el segundo episodio de la última temporada de Buffy, cazavampiros se sustenta sobre su portentosa escena final, un plano americano en claroscuros firmado por Nick Marck, en el que, sobre un fondo negro se distinguen apenas un par de velas a la derecha del encuadre, mientras que, en el centro, apoyada en la silueta grisácea de una cruz, se esculpe la pálida figura de Spike, con su cabello rubio oxigenado y su espalda desnuda, punto de luz en medio de una amenazante negritud, enmarcado por virutas de humo blanco que emanan de su alabastrina piel, quemándose a su contacto con el símbolo sacro. Es una imagen tan minimalista y alegórica que resulta casi abstracta; y es que la desesperada pregunta que pronuncia un par de veces Spike («¿Ya podemos descansar?») se encarna en su propio cuerpo, que dibuja un símbolo de interrogación sobre la nada y el silencio que reinan tras el altar. ¿No va a contestar Dios a sus plegarias porque es un monstruo, un ser condenado sin remisión? ¿O no va a hacerlo porque Dios no existe? La música de Robert Duncan, que evoca a la de un réquiem, estimula nuestra compasión ante las trémulas palabras del vampiro, quien, con un deje prácticamente infantil, implora, lloroso, el perdón, primero de Buffy y luego de un indeterminado «él» (¿Su yo humano? ¿Dios?), mientras descansa su atormentado espíritu sobre el crucifijo, sin importarle que este abrase su carne.

«Así que todo está bien, ¿verdad? ¿Ya podemos descansar? Buffy, ¿ya podemos descansar?»

Este instante potente y conmovedor nos permite rastrear, a partir de él, la elevada intensidad dramática con la que paulatinamente se ha ido cargando al personaje de Spike durante el capítulo, hasta culminar en su tramo final. Asustado e incoherente tras haber herido a Ronnie, Spike se desmorona ante nuestros ojos (y ante los de Buffy y Nancy), y a partir de entonces su discurso, errático y críptico, sí, pero no absurdo, no solo recuerda la amenaza que se cierne sobre Sunnydale, sino que también insinúa la ordalía por la que ha pasado él mismo esos meses. Gracias a las exuberantes líneas de diálogo que le escribe Douglas Petrie —más cercanas a la metáfora que al delirio—, asistimos a un verdadero recital interpretativo por parte de James Marsters, quien nunca como aquí prueba que en buena medida debemos a sus excelencias como actor el arrollador carisma de nuestro chupasangre favorito. Su manera de encarnar la locura de Spike, con ese toque irónico y exaltado que forma parte de su personalidad, evoca claramente a Hamlet y, de hecho, desde «Lessons» hasta «Selfless», Marsters le da un lustre shakesperiano a su dicción y sus gestos, lo que dota al personaje de una nueva faceta —la trágica— que lo hace, si cabe, todavía más poliédrico. Explorar el sentido de culpa y autodesprecio de Spike, por otra parte, será una de las constantes más afortunadas de una temporada, la siete, no carente de buenas ideas, aunque en general pobremente desarrolladas. Al menos, el vampiro inglés se beneficia de la voluntad de los responsables del show de reparar su maltrecha relación con Buffy, lo que no solo da mayor complejidad al a estas alturas complejísimo Spike, sino también a la propia Buffy, quien por fin termina por aceptar sus ambiguos sentimientos hacia él. De ahí que, en la brillante secuencia de la iglesia, no sería justo obviar a Sarah Michelle Gellar, cuyas silenciosas lágrimas sintetizan a la perfección el marasmo de emociones que bulle en su pecho al descubrir el suplicio al que ha decidido someterse voluntariamente su ex amante para obtener su perdón y ser digno de su amor: asombro, piedad, espanto, culpa, rechazo, ternura... 

Desde luego, para llegar hasta este espléndido desenlace, hemos tenido que pasar por la típica trama de monstruito a batir sin la más mínima importancia; creernos que Spike sea capaz de fingir serenidad y cordura a pesar de tener la mente y el alma rotas; o cerrar los ojos a lo forzada que resulta toda la conversación entre Anya y Spike, escrita solo con el objetivo de propiciar risas y tensión en el Bronze. Ello demuestra que, sin tratarse en absoluto de uno de los mejores episodios de Buffy, cazavampiros, aun así logra salir airoso de su endeble planteamiento y de los despropósitos que se acumulan en la parte inicial de su metraje (una lamentable constante en esta temporada final), y se erige como un capítulo turbador y melancólico, en el que todos los personajes renuncian a algo, con lo que deviene una reflexión sobre la culpa, el perdón, la pérdida y el poder redentor del amor. 



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